EL CONDE
«…Al principio era algo que nos sobrepasaba, fue entonces cuando decidimos solicitar la ayuda y asesoramiento de los más avezados, los que ya tenían la experiencia, los rosacruces. Mi mentora fue el nexo entre nuestra logia y su orden, y nuestra Maestra en las artes de la “comunicación metafísica” entre espacios matriciales, dimensionales y temporales del multiuniverso QUOM…» S.F.M
Corría el año del Señor 1712, la casa del Conde era amplia, un palacete de varias habitaciones, salón de fiestas, salón principal, biblioteca, amplio comedor y cocina, surtidas despensas, cuartos para la servidumbre, habitaciones para los invitados, varios sótanos, surtida vinoteca y modernos baños en cada ala del palacio. Al Conde le gustaba leer, era un erudito autodidacta del esoterismo, las ciencias tradicionales y las ciencias ocultas. Cada tanto tomaba un libro de literatura de la gran biblioteca para relajarse un poco y acomodar sus pensamientos, juntaba a toda su familia alrededor del hogar del salón principal y les leía obras de grandes autores como Cervantes, Quevedo, Góngora, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Lope de Vega, Molière y Shakespeare. El Conde era un hombre justo y considerado con sus sirvientes, amaba profundamente a su familia y adoraba a la Condesa, una hermosa y dulce mujer, pero sumamente racional y estricta, que equilibraba la suma consideración que tenía el Conde que muchas veces le ocasionaba grandes desilusiones por dar más de lo que debía a quien no se lo merecía.
Una noche el Conde estaba leyendo y estudiando una obra de alquimia de Paracelso. Le asombró una frase que abarcaba más de lo que parecía y que lo dejó pensando. La frase decía: “Nada es veneno, todo es veneno: la diferencia está en la dosis…Todas las sustancias son venenos, no existe ninguna que no lo sea. La dosis diferencia un veneno de un remedio.” ¿Podía esto aplicarse también a las relaciones humanas? ¿Qué dosis justa de virtudes y miserias sería beneficiosa? Quizás mucho o poco de éstas sería, finalmente, veneno para las relaciones humanas y terminaría matando a los individuos involucrados. El Conde se quedó pensativo, dejó el libro sobre el escritorio y se dirigió a servirse una copa de vino mientras su cabeza no dejaba de pensar y especular en estos interrogantes que la frase de Paracelso le había provocado.
Mientras caminaba nuevamente hacia su escritorio se acordó de otra frase del alquimista, “Quien no conoce nada, no ama nada. Quien no puede hacer nada, no comprende nada. Quien nada comprende, nada vale. Pero quien comprende también ama, observa, ve… Cuanto mayor es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor… Quien cree que todas las frutas maduran al mismo tiempo que las frutillas, nada sabe acerca de las uvas.” Fue en ese preciso momento que encontró la respuesta. Tenía que conocer a fondo los objetos y los sujetos para amarlos como son, con sus virtudes y sus miserias, y así darle en la justa medida lo que necesitaban y no lo que querían, pues la necesidad es lo que equilibraba las sustancias energéticas en el punto absoluto, para que las virtudes y las miserias no sean un veneno, sino una dulce cura, aún entre los peores defectos y las mayores virtudes que estos pudieran tener. El Conde ahora también era un alquimista.
Luego de un tiempo de poner en práctica lo descubierto, un día que estaba sentado con toda su familia alrededor de la gran mesa del comedor, el Conde decidió que era hora de expresar su gran amor por ellos y contarles de su descubrimiento alquímico, para que todos pudieran llevarlo a cabo y vivir en la verdadera virtud, la del equilibrio justo entre lo que se quiere y lo que realmente es, pues en el universo de los opuestos el balance no está en el movimiento del péndulo, sino en la energía que produce el movimiento. El Conde se levantó de su silla en la cabecera de la mesa, alzó su copa de vino, miró a toda su familia reunida y el amor lo desbordó. Antes que pudiera decir palabra alguna, algo lo sacó de su cuerpo y mientras veía alejarse la imagen de los suyos por un túnel hacia el infinito, se despertó en la cama en un lugar desconocido y extraño. El Conde miró que a su lado dormía una mujer, se encontraba en una habitación desconocida, en una casa que no era suya, en un tiempo y espacio diferente. El Conde solo quería volver con los suyos, sus recuerdos eran claros y su amor por su familia mayor, pero poco a poco otros recuerdos fueron sumándose, recuerdos de una vida que no había vivido y en la que ahora existía, nuevos recuerdos y amores, nuevos sentimientos y emociones, nueva consciencia de otra existencia. El Conde lloró como un niño por lo perdido, por su vida y por su familia de 1712, pero también lloró por lo ganado, por su vida y su familia de 2012. El Conde lloró y se quedó dormido.
Alguien le tocó el hombro para despertarlo, era el guarda del tren avisándole que pronto llegarían a destino. El Conde abrió los ojos confundido, miró por la ventanilla del tren y vio como el paisaje de la campiña inglesa pasaba raudo ante sus ojos. Se preguntaba qué extraño carruaje era aquel que lo llevaba tan rápido, y entonces recordó a su familia de 2012, a su mujer e hijos y también recordó los trenes. Se levantó tambaleante preguntando a otros pasajeros que fecha era, el Conde sabía que disponía de poco tiempo y desesperadamente buscaba una señal, un cartel, algo que lo situara espacial y temporalmente, se vio reflejado en un espejo al lado de la puerta del vagón de madera y no se reconoció, el guarda le preguntó si necesitaba algo y el Conde le preguntó qué año era, el guarda lo miró asombrado casi incrédulo ante la extraña pregunta, pero ante la insistencia del Conde, el guarda le respondió que era el 17 de diciembre del año del Señor de 1874. En ese momento algo lo arrastró y lo sacó de su cuerpo mientras veía como la escena se perdía nuevamente hacia el infinito y una luz lo cegaba.
El Conde ahora se encontraba en una playa frente al mar y todo se detuvo, pero no sabía si era el tiempo o el espacio mismo. Las olas del mar frente a él dejaron de agitarse, el viento de soplar, las nubes de moverse, el silencio era absoluto, el Conde se encontraba como sumergido en un instante, en un clúster, en una foto… La Matrix se detuvo frente a él. Veía detrás suyo a otras personas que no conocía llamándole sin voz, sin sonido, como una película muda, y por delante, una inmensa luminaria esférica que lo iluminaba sin luz, una luz sin luz, esa era la descripción correcta, una inmensa luz que no alumbraba, pero iluminaba y lo observaba en silencio suspendida sobre el mar… El Conde ya no sabía si estaba soñando, muerto o vivo, no tenía noción de realidad alguna, solo era parte de la escena, uno con todo, la luz era él y él era la playa, el cielo, el mar y el viento, era el cometa, era dios mirando por los ojos de su misma creación. ¡Que maravilloso! ¡que indescriptible momento! ¡Pero que soledad! La inmensa soledad del único en su especie que se miraba así mismo, ¡era la mirada de dios, la mirada del creador! En ese momento el Conde recordó quien era, era el de 1712, el de 1874, el de 1986 y el de 2012. De pronto la luz comenzó a alejarse hasta desaparecer en el horizonte y el Conde se fue con ella, pero eso será para otro relato fantástico en otro tiempo y lugar, quizás desde el año del Señor 2042 o desde quien sabe dónde.